Se acabó la guerra







La manera más rápida de finalizar una guerra es perderla.
—George Orwell—


Se acabó la guerra,
recojo mis soldados.
Se acabó la guerra,
nada por destruir.

Soy Hiroshima, Dresde, Gernika,
¿no lo ves? Una escombrera,
ladrido de perro, trinchera vacía.
alarido en la noche y sollozo;
un personaje de Dalton Trumbo,
estatua-momia-tullida,
mirando a un cielo de escayola.
Un paisaje desolado, eso soy.
Nada por destruir.

Así, aplaca tu arsenal de obuses,
detén tus bombas racimo.
Invade otro país, destruye Polonia,
inventa nuevas masacres, exporta
tu numantina inanición o ensaya
modernos métodos de exterminio.
¡Me rindo, estúpida lucha!, me voy,
pongo fin a este pleonasmo.
Nada por destruir.

Qué imbécil, recordar ahora
con cuánto ahínco luché contra ti.
«¡Banzai!», gritaba, arrojándome
bajo las ruedas de los tanques
—como si tuviera una oportunidad—,
más porfiado y loco, entre la metralla,
que el carnicero del Somme.
Cuánta sangre derramada, ¡mi sangre!
Nada por destruir.

En fin, basta de disparar misiles al mar.
¡Basta de incendiar el mundo!
Capitulación incondicional ya:
observa tremolar mi bandera blanca.
Y no me envíes falsos heraldos de paz
con soluciones finales y armisticios.
Ninguna violencia presiente fin
y tu crueldad no recuerda principio.
Nada por destruir.

Esta derrota hoy sabe a victoria.
Este muerto se bate en retirada.
Lo proclaman los periódicos, lee:
«Se acabó la guerra, ¡se acabó!
Nada por destruir.»






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