Intransitivo






Vivir es un verbo intransitivo.
¿Qué vives? ¿El qué?
¿Dónde se esconde
el complemento directo?
No lo hay, dejad de buscar;
y mucho menos incurráis
en el grotesco pleonasmo
semántico de “vivir la vida”
(señalad incluso su estupidez
aun en sandías de Frida Kahlo).

La única acción completiva
ES este existir sinrazón:
respirar, avanzar, penar…
no detenerse, más, más, ¡más!
un esfuerzo adamantino,
en la mayoría de los casos.
Un tránsito, vaya,
y sin embargo intransitivo;
una incongruente bufonada,
un mal chiste negro-humanidad.

«¡Vaya tarea absurda, vivir!»,
el Comediante ríe a carcajadas.
«¡Qué broma kafkiana!», solloza
tras el escenario Edward Blake.





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Oxímoros








—A Benedetti, por motivos obvios—


La presencia de tu ausencia.
La memoria del olvido.
Lo presente del pasado.

Y la inane agonía,
el aullido acallado
de enlazada soledad.  

Y el indiviso compartido
de silencios correspondidos
en ambivacua compañía.
                       
En verdad os digo:
algunos oxímoros
son para volverse loco.






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Dentro del blanco








Mientras se dirige a la entrevista de trabajo, Adrián Verdi intenta automotivarse. Va repitiendo mentalmente: «el puto amo, Adrián, eres el puto amo, eres lo que buscan, y lo vas a demostrar». Avanza rápido, afianzando sus pasos sobre la acera, mirando a los demás como un tiburón mira al resto de peces, arrogante como solo un licenciado de tres idiomas puede ser. El puto amo, Adrián, el puto amo.
Al llegar a una transitada calle, Adrián se detiene en frente de un lustroso local. Allí es donde decide sacar un recorte de periódico de su bolsillo para leer de nuevo el anuncio de periódico del día anterior: SE PRECISA LICENCIADO SUPERIOR, JOVEN, AMBICIOSO, TRANQUILO, CON DON DE GENTES Y POTENCIAL PARA SOPORTAR GRANDES PRESIONES. IMPRESCINDIBLE GRAN CAPACIDAD DE AUTOCONTROL. INTERESADOS PRESENTARSE MAÑANA A PARTIR DE LAS 10:00 EN LA SEDE DE LA COMPAÑÍA DE LA C/ LEDESMA. Y luego su parte preferida, el nombre de una prestigiosa Compañía (petrolífera, sus favoritas) y una cifra estimada para el puesto que tiene todos los ceros a la derecha que Adrián considera merecer. Ese puesto debe de ser suyo a toda costa.
Así que allí se encuentra. Mira su reloj y comprueba la hora, las 09:55. Ni excesivamente puntual ni aún tarde, se congratula. Fija luego su mirada en el local donde la Compañía llevará a cabo el proceso de selección. No aparenta ser un local muy grande, estima a simple vista, pero pertenece a una nueva construcción, de apariencia muy sólida. Además, por todas partes se perciben rasgos del poderío de la Compañía. Al flamante rótulo con el logotipo de la misma se le une una carísima puerta de metal galvanizado. A su alrededor, unos amplios ventanales tintados en negro impiden ver el interior a la vez que reflejan el exterior como un espejo. Al ver su propia imagen reflejada, elegante, juvenil, imponente, Adrián no puede evitar esbozar una sonrisa de complacencia antes de encarrilar definitivamente la puerta.
Son las 09:59 exactamente cuando Adrián llama al timbre, un minuto antes de la hora pactada. Al otro lado nadie responde. Vuelve a llamar, aguarda varios segundos y nuevamente obtiene silencio por respuesta. La situación le parece un tanto anormal, pero no tendrán a Adrián Verdi esperando tras una puerta, se dice. Son sus máximas que el mundo es para los decididos y que él nunca llega tarde a una cita, así que mueve el tirador de la puerta y, para su sorpresa, se abre.
—Disculpen, ¿se puede pasar? —pregunta asomando la cabeza con voz recia pero educada.
Más silencio. Aún así, Adrián decide pasar. La puerta hace un ruido seco al cerrarse tras él. La habitación en la que entra es completamente blanca. Determina que es mucho más espaciosa por dentro de lo que aparentaba ser por fuera, quizá parte de la culpa debida al inexistente mobiliario en la misma. Aparte de una silla de plástico en el centro, la habitación está completamente vacía. No hay mesas, ni archivadores, ni ordenadores, nada. Incluso las paredes se presentan desnudas de todo cuadro o artificio, descarnadamente blancas, inmaculadas. Tan sólo una puerta de madera al fondo, cerrada, previsiblemente conduce a un baño. Toda la habitación huele a limpio, un olor casi de Hospital, aséptico, y está perfectamente iluminada. Un tanto extrañado por la parquedad de medios, Adrián se dirige hacia la solitaria silla, que entre tanta blancura destaca como una isla. Sobre la misma alguien ha dejado un cartel con un imperativo mensaje: TOME ASIENTO.
Obediente, Adrián Verdi así lo hace.

Diez minutos después:
Adrián Verdi sigue aguardando pacientemente. Conoce ya muchas de las modernas estratagemas con que los seleccionadores de personal ponen a prueba a los entrevistados y empieza a temerse que va a ser víctima de una de esas nuevas dinámicas agresivas. Es sabedor de la anécdota verídica del entrevistador que recibe con un sopapo en la cara a sus entrevistados e incluso ha visto la obra de teatro esa, «El método Grönholm». No le pillarán por sorpresa. No a él. Sabe cuán maquiavélicos son capaces de ser algunos departamentos de Recursos Humanos para poner a prueba a sus candidatos.
Adrián sonríe imperceptiblemente al sentirse objeto de estudio. No podrán hacerle perder su espíritu asertivo, se promete. No caerá en el paroxismo.

Dos horas después:
Adrián Verdi continúa elegantemente erguido sobre la silla, las manos cruzadas sobre sus muslos. Desde el interior, los ventanales son diáfanos y se entretiene viendo pasar a los transeúntes por la calle. También ha contado los plafones del techo un par de veces. Quince plafones hay, dispuestos en una formación de tres por cinco.

Tres horas después:
Adrián mira su reloj. Ya lleva tres horas ahí dentro. Confía en que pronto termine esa pantomima de selección de personal. Se le están durmiendo las piernas sentado en esa silla de plástico. Bosteza.

Tres horas y media después:
Una idea germina en la mente de Adrián. ¿Y si está fracasando en el proceso? ¿Y si en realidad buscan alguien más agresivo que no acepte esta absurda situación en la que se ve inmerso? ¿Y si su proceder tranquilo y disciplinado no es suficiente? Quizá debería revelarse, piensa.
Adrián se revuelve incómodo en su silla.

Cuatro horas después:
Adrián Verdi decide levantarse al fin. Ha estado cuatro horas sentado en esa silla, las ha contado minuto a minuto. Su paciencia está más que demostrada. Deambula ufano por la habitación con las manos en los bolsillos del traje, como si esas cuatro horas de aburrimiento no hubieran supuesto ningún cambio en su ánimo.
No podréis conmigo, se repite. Conmigo no.

Cinco horas después:
Adrián saca su teléfono móvil para avisarle a su pareja que no podrá comer con ella, como había quedado. Su rostro no denota ninguna sorpresa al comprobar que no tiene cobertura. Da vueltas en círculo por la habitación buscando alguna raya que le permita hacer la llamada, pero sin éxito. Estando como está en el centro de la ciudad deben de haber colocado algún inhibidor de frecuencia para que la incomunicación sea total.
¿Habéis cuidado hasta el último detalle, eh, cabrones?, reniega mentalmente.

Seis horas después:
Adrián se ha vuelto a sentar y relee de nuevo el anuncio con la oferta de trabajo. Se detiene en algunos conceptos: TRANQUILO ... POTENCIAL PARA SOPORTAR GRANDES PRESIONES ... GRAN CAPACIDAD DE AUTOCONTROL. Eso quieren. Eso buscan.
Los ojos de Adrián viajan a la parte de más abajo y se infunde nuevos bríos. Estas seis últimas horas no han estado perdidas. El nombre de la Compañía bien lo vale. Todos esos ceros a la derecha bien lo valen...

Ocho horas después:
Lleva ya un par de horas mirando la puerta cerrada al fondo de la habitación. Se pregunta si abrir dicha puerta lo considerarán sus espectadores un acierto o una debilidad. Duda ante cada posibilidad. En las entrevistas de trabajo nunca se sabe lo que está bien, se lamenta.

Nueve horas después:
Adrián contrae la pelvis. Aún puede aguantar un poco más. De todas formas, acierto o debilidad, pronto sabrá qué hay detrás de esa puerta, eso seguro.

Diez horas después:
Adrián mira su reloj por enésima vez. Son las 8 de la tarde; lleva metido en esa habitación desde las 10 de la mañana. Se aburre mortal, absoluta, inexorablemente. El aburrimiento es uno de los peores castigos de la vida, piensa para sus adentros, si no el peor.
Adrián sigue esperando.

Once horas después:
Adrián Verdi abre la puerta del fondo de la habitación. Ya no puede aguantar más la presión en su bajo vientre. Al otro lado no hay un baño, como había esperado, ni tan siquiera un lavabo. Al otro lado sólo hay una pequeña habitación sin ventanas, pintada del mismo blanco que el resto de la habitación. Igual de blanca e igual de vacía.
Si tan sólo hubiera un agujero en el suelo, se lamenta Adrián Verdi mientras vacía su vejiga contra la pared...

Doce horas después:
Adrián empieza a tener sed y un poco de hambre. Es normal, se dice, es lo que esperan. Forzándome físicamente esperan que me derrumbe psicológicamente.
Adrián ignora el hambre y la sed estoicamente. No podréis conmigo, vuelve a repetirse por enésima vez. Conmigo no.

Trece horas después:
Por primera vez desde que entró, Adrián comienza a dirigirse a sus espectadores. Lo hace ufano, con humor.
—Eoooh, sigo aquí. Os lo digo para que no os olvidéis de mí si queréis marcharos a dormir, ¿eh?
La blancura de la pared no le devuelve ningún eco. La blancura de la pared cada vez parece más cruda, más intensa, más cegadora.

Catorce horas después:
Adrián ha decidido encontrar la cámara desde donde le espían y saludar directamente a sus entrevistadores. Eso les impresionará.
Después de mirar fijamente todo el perímetro de la habitación, palpa la pared con mimo, escrutando cada rincón, en busca de esa cámara escondida que en alguna parte debe de estar. Se detiene en las junturas de la ventana buscándola, en el chaflán del rodapiés, en la manilla de la puerta. No aparece. Da la vuelta a la silla y mira debajo de ella. No aparece. Subiéndose a la silla, inspecciona también los quince plafones de la luz. No aparece.
Adrián sigue buscando. Tiene que haber una cámara. Tiene que haberla. La alternativa es peor.

Diecisiete horas después:
Adrián empieza a dar las primeras muestras de nerviosismo. Lleva tres horas ininterrumpidas buscando una cámara en un sitio donde no puede estar escondida. Simplemente no tiene sitio donde estar escondida. Ha revisado decenas de veces la habitación, centímetro a centímetro, milímetro a milímetro, y no aparece la cámara. Si existiera una cámara, por pequeña que fuera, la habría encontrado.
Su cerebro martillea: No existe cámara. No existe cámara. No existe cámara. ¿Qué significa eso?

Dieciocho horas después:
Adrián mira su reloj. Son las 6 de la mañana. El hambre lo soporta bien pero empieza a ser difícil ignorar la sequedad en su garganta. Pasea su lengua por los labios, en busca de cualquier vestigio de humedad. Besar un trozo de cartón debe de ser una sensación parecida.
Y no hay cámara, sigue repitiéndose. No la hay. Si hubiese cámara la habría encontrado.

Diecinueve horas después:
Se rinde. A las 7 de la mañana del día siguiente, Adrián se rinde. Si no hay cámara, ha deducido, no estoy siendo observado y si no estoy siendo observado no tiene sentido que siga aquí. Axiomático. Causa—efecto. Adrián se dirige a la puerta mientras se despide mentalmente del nombre de la Compañía y de todos esos ceros a la derecha. No valen la pena, intenta convencerse. Que les den por culo.
Adrián tira de la manilla de la puerta de entrada y se dispone a salir. La manilla gira pero la puerta no se abre. Gira, pero no se abre. No se abre. No se abre...

Diecinueve horas y diez minutos después:
Adrián está fuera de sí, descargando diecinueve horas de aburrimiento absoluto en forma de patadas contra la puerta de entrada. Sudando de ira y de impotencia descarga una patada. Y otra. Y otra más.
La carísima puerta galvanizada, de varios kilos, ni reverbera con su esfuerzo. La emprende nuevamente con más patadas, cada vez más fuertes. La puerta o su pierna, uno de los dos ha de salir vencido, pronostica un embrutecido Adrián Verdi. Más patadas, y más, y más. Gana la puerta.
Extenuado, Adrián Verdi se desploma contra el suelo.

Diecinueve horas y media después:
A por el cristal. La puerta habrá podido resistir sus embates, pero está convencido de que podrá con el cristal. Sin pensarlo más, Adrián se lanza contra el ventanal apoyando toda su fuerza en el hombro, como ha visto hacer en las películas. Dolorosamente, descubre que el cristal es inusualmente macizo, irrompible. Es como lanzarse contra una pared.
No se rinde. Adrián coge la silla y la lanza con furia hacia el ventanal. Es una silla de plástico contra una aleación preparada para resistir peores golpes. Ni siquiera hace ruido al chocar. Ni siquiera deja un arañazo. Deberá pensar otra cosa.

Veinte horas después:
Adrián se agacha, se pone de pie, se sube a la silla por toda la habitación intentando encontrar cobertura. Esboza las más inverosímiles posturas, escrutando cada ángulo, cada recoveco, en pos de la solitaria raya que le permita efectuar una llamada.
—Tan solo una llamada, Señor —se sorprende escuchándose a sí mismo rezar en voz alta el hasta entonces ateo Adrián Verdi.
Durante horas, Adrián continúa su búsqueda, agachándose, poniéndose de pie, subiéndose a la silla. A ratos, le parece ver fugazmente la anhelada raya de cobertura, apareciendo y desapareciendo en un destello. Entonces ladea el móvil y lo agita suavemente, aún esperanzado, pero nunca regresa la dichosa raya. La verdad es que ni siquiera está seguro de haberla visto. Quizás se la haya imaginado. Quizás esté empezando a desvariar.

Veinticuatro horas después:
Adrián Verdi hace cálculos: Un día. Un largo día aquí. Veinticuatro horas. Mil cuatrocientos cuarenta minutos. Ochenta y seis mil cuatrocientos segundos.
Adrián Verdi pondera que un mal día puede parecer una vida entera.

Veintiséis horas después:
Adrián Verdi relee otra vez la oferta de trabajo, por si ha equivocado la fecha, la hora o el lugar de la entrevista. Tal vez todo se deba a una equivocación por mi parte, se dice. Pero no, la oferta de trabajo es nítida y conoce demasiado bien la ciudad para haberse equivocado de calle o de número. Piensa en otra cosa...
Quizá, se dice, esté siendo objeto de alguna pesadísima broma. Repasa uno a uno a sus amigos, determinando que no puede ser, que ninguno de ellos es dado a gastar bromas. Repasa luego uno a uno a sus enemigos, determinando que tampoco puede ser, que nadie le quiere tan mal para hacerle semejante putada. Piensa, piensa otra cosa...
Ya sé, se enciende una idea en su cabeza, tal vez iban a hacer en un principio aquí la selección pero al ver que la puerta de entrada estaba estropeada y te dejaba encerrado dentro decidieron llevarla a cabo en otro local. Eso debe de ser. Se marcharon a otro local llevándose todo consigo y por eso está vacía, salvo la silla de plástico que se les olvidó. A lo mejor incluso pusieron un aviso en el periódico advirtiendo del cambio del local y se me pasó desapercibido. Eso, eso debe de ser. No lo creo, resulta demasiado rebuscado. Piensa en otra cosa...
Tranquilidad. Respira hondo. Inspira por la nariz y espira por la boca. Busca la lógica. Ha de haber una explicación por la que te encuentras aquí encerrado. Piensa, se increpa, piensa en otra cosa, sigue pensando...

Veintiocho horas después:
A Adrián Verdi se le ha pasado por la cabeza una idea que le aterra. Su imaginación viaja a esos reportajes que hablan de seres anónimos a los que matan para grabarles en alguna macabra película de vídeo. Su imaginación le convierte por momentos en un hipotético protagonista de una snuff—movie. No, no, no, niega mentalmente, ese tipo de películas son sólo leyenda, no existen en la realidad. Sólo son un invento de la prensa sensacionalista, eso es lo que son. No existen.
Por más que Adrián Verdi intenta desechar de su mente este siniestro pensamiento no lo consigue. Es una idea ridícula, pero no puede dejar de pensar en ella. No para de visualizarse a sí mismo como víctima absurda en la pantalla de algún degenerado. Le puede ver perfectamente, babeando, masturbándose a la vez que contempla su muerte.

Veintinueve horas después:
El rostro de Adrián Verdi, desencajado, denota el pánico total que siente. Cada músculo de su cara está tenso como un arco. Ya no se molesta en aparentar una falsa tranquilidad que no siente.
Sí, estoy acojonado, reconoce para sus adentros. Es una víctima. Le van a convertir en una víctima. Nunca imaginó que su muerte sería así. Claro que lo mismo habrán pensado todas las víctimas a lo largo de los tiempos. Ese tipo de cosas siempre le suceden al prójimo hasta que el prójimo es uno mismo...

Treinta horas después:
Una esperanza. Adrián Verdi grita, intentando llamar la atención de los transeúntes que ve pasar por la calle. A través de los cristales tintados no podrán verle pero a lo mejor pueden oírle.
Adrián aporrea los ventanales y grita como si le fuera la vida en ello: ¡Eh, vosotros, socorro, aquí! Le sangran las manos de tanto aporrear pero no ceja en su intento. Sigue golpeando, sigue gritando, hasta oír crujir sus pulmones.
Adrián Verdi continúa gritando sin parar durante dos horas y treinta y cuatro minutos. Dos horas y treinta y cinco minutos después, se queda sin voz.

Treinta y tres horas después:
Adrián Verdi ahora vuelve a la carga contra la puerta, contra los ventanales, contra la pared, completamente desquiciado, arremetiendo con todo su cuerpo como un poseso. Ignora el dolor y vuelve a la carga, una y otra vez. Aprieta los dientes y golpea. Golpea para caer y levantarse y volver a golpear.
Adrián Verdi sangra por manos, codos y rodillas, pero sigue golpeando. No va a parar. Se disloca un hombro y se hace un esguince en el tobillo, pero sigue golpeando. Es un loco. Sólo cuando arremete contra la ventana con su cabeza se detiene.
Adrián duerme entonces inconsciente, mientras de su frente nace un gran charco de sangre que destaca sobre el hasta entonces inmarcesible blanco del suelo.

Treinta y ocho horas después:
Adrián Verdi despierta en el suelo. No hace amago de levantarse, tan mareado se siente. Boca arriba como está, mira el techo y los plafones, que le señalan con su luz punzante. Quince plafones, siempre quince plafones, dispuestos en una formación de tres por cinco. Y no hay piloto antiincendios, se percata. No está diseñada esta habitación para proteger a sus ocupantes. Sólo para encerrarlos en su monótona blancura.
El blanco de la habitación le marea. Es un blanco lechal, que le envuelve como una niebla espesa. Un blanco tan puro que nota cómo lo respira, llenándose sus alvéolos de ese mismo blanco, oprimiéndole el pecho. La habitación da vueltas. Adrián Verdi vuelve a perder el conocimiento.

Cuarenta y dos horas después:
Adrián despierta de nuevo. Al principio, un poco descolocado, siente miedo al no saber dónde se encuentra. Luego recuerda dónde está y su miedo se multiplica.
Poco a poco, se levanta hasta lograr quedarse sentado. El esfuerzo es mayúsculo, como si sus músculos no le pertenecieran. Le duele la cabeza. Está completamente mareado y siente nauseas. Entonces, mira la pared y ve marcas de arañazos, arañazos de inequívocas manos humanas. ¡Alguien ha entrado en la habitación durante su inconsciencia y ha arañado la pared! Y si alguien ha entrado, obligatoriamente alguien sabe que se encuentra allí.
Por un momento, Adrián Verdi recupera un resquicio de esperanza, efímera esperanza, que torna en desespero al mirarse las manos y comprobar que son suyas las marcas, que no son sino sus uñas encanecidas las que, como un mal animal, han arañado las paredes de su cárcel.
Y en su locura, en su soledad, Adrián Verdi se siente aún más loco y más sólo...

Cuarenta y cuatro horas después:
Su paladar no le pertenece, es algo ajeno a su persona. Su lengua es un pedazo de carne seca con vida propia dentro una boca pastosa y áspera. Le arde la piel, probablemente por la fiebre. Adrián Verdi descubre qué es la Sed, con ‘ese’ mayúscula.
Intenta ponerse de pie pero el vértigo es demasiado. No quiere volver a golpearse la cabeza, así que vuelve a sentarse. Reptando como un bebé, se dirige a la habitación en la que horas antes vació su vejiga. Ignorando el asco, lame con avidez los restos líquidos de lo que horas antes rechazó.

Cuarenta y ocho horas después:
¿Cuánto puede vivir un hombre sin agua? ¿Un día? ¿Dos? ¿Tres a lo más? Adrián Verdi recuerda haberlo leído en alguna parte, pero no recuerda la cifra exacta.
¿Cuatro días, en el mejor de los casos, sin agua? ¿Cuánto le queda? Adrián Verdi llora con sinceridad, descubriendo que toda su pena no basta para obligar a sus ojos resecos a generar una pírrica lágrima.

Cincuenta y seis horas después:
Se ha dormido. ¿Cuánto lleva dormido? Ocho horas, comprueba mirando su reloj. ¿Y qué le ha despertado? El dolor. Aún seguiría durmiendo si no sintiera esas profundas punzadas en su estómago.
Adrián se retuerce en el suelo. Las tripas se le revelan por la ausencia de agua en una agonía pantagruélica. Adrián grita sin voz lo mismo que horas antes lloró sin lágrimas. No se merece esto, no se lo merece. ¿Quién se lo merece?

Cincuenta y ocho horas después:
Lleva dos horas vomitando incesantemente. Hace poco escupía un reguero de bilis pero ahora hasta las arcadas se han secado. Tiene el estómago vacío pero su cuerpo no parece saberlo. Adrián Verdi se convulsiona en violentos espasmos. Resultan dantescos los esfuerzos de su vientre por expulsar la nada...

Sesenta y dos horas después:
¿Se ha vuelto a dormir? No lo sabe. Duerme y despierta a intervalos. Cada vez le parece más irreal la habitación. Él mismo se empieza a ver como un ser irreal también, difuso, abstracto.
Todo es blanco, el techo, las paredes, él mismo. Es tan bonito el blanco...
Y se vuelve a dormir.

Setenta y dos horas después:
Adrián Verdi gimotea entre la vigilia y el sueño: ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? Adoptando una postura fetal que atenúa las punzadas de su estómago, subraya incesantemente, como una grabación, esas dos palabras: ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
A Adrián Verdi ya no le importa morir. Adrián Verdi sólo quiere saber por qué.

Setenta y cuatro horas después:
¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿...?

Setenta y ocho horas después:
La gente continúa deambulando por la calle. Es de noche. Adrián les ve a través de los ventanales, pero no le parecen reales, son fantasmas. Se pregunta si a alguno de ellos le preocupará qué hay detrás los cristales tintados, si sabrán lo cerca que puede estar la muerte. Sabe que no les preocupa. Aunque retransmitieran su muerte en un escaparate la mayoría de la gente continuaría ignorándole. No es mi problema, dirían, y continuarían andando.
Adrián realiza un brindis imaginario por la Humanidad, por todas las personas. Brinda porque la indiferencia y el egoísmo de cada cual les devore. Brinda por sí mismo, ni más ni menos.

Ochenta y tres horas después:
¿Se lo imagina o suena su teléfono móvil? Lo saca y comprueba que está apagado, sin batería. Aún así, escucha perfectamente su sintonía.
—¿Sí? –pregunta Adrián al otro lado de un teléfono cadáver.
—Te diré el porqué, ya que tanto quieres saberlo–responde una lejana voz metálica al otro lado—. No cambiará nada pero te lo diré, es lo menos que mereces.
—¿Quién eres? –titubea Adrián.
—Mi identidad no importa. Tampoco el por qué te digo lo que te voy a decir. Querías saber por qué estás aquí y lo vas a saber. Nada más que eso.
—Dime al menos por qué, entonces.
—No hay un porqué –resuena la voz metálica—. Nadie tiene nada contra ti. Y no, antes de que lo menciones, tienes razón, tampoco es justo. La habitación blanca no atiende a razones ni a justicias. No hace lo que hace por piedad ni por maldad, simplemente lo hace. La habitación blanca es tan ser vivo como lugar, y a la vez ninguna de las dos cosas. Ella es tu raptor y tu cárcel. Ella es el lugar en el que te encuentras y la razón por la que no podrás salir. Ella es la habitación blanca. Nada más.
—No entiendo –protesta Adrián—. ¿Pero qué es la habitación blanca?
—Estás en ella –responde la voz—. Y no puedo responderte qué es porque no hay una palabra humana que defina lo que es. Para que lo entendieras, se podría decir que es una pesadilla, ya que las pesadillas no son sino lugares lejanos en los que de vez en cuando se pierde vuestra mente. Cuando los humanos creéis soñar, en realidad estáis viajando. La habitación blanca únicamente aprendió de vosotros cómo regresar. Bajo esa definición, la habitación blanca sería una pesadilla que se cansó de esperar que la visitarais y decidió visitaros a vosotros. Un ser adimensional adaptándose y moldeándose para encajar en vuestro mundo en tres dimensiones. Así, se materializa sobre lugares de vuestro planeta, suplantándolos en realidad, en su eterna búsqueda de visitantes. Pero una vez dentro, la habitación blanca no puede abrir sus puertas para los visitantes, porque es un espacio cerrado, una pesadilla claustrofóbica, y la única forma que teníais de escapar de ella era en sueños, despertando. De esa manera, una y otra vez, cada visitante que atrapa la habitación blanca en su ser perece lentamente de inanición. Y así, una y otra vez, perecéis y la habitación blanca debe huir en busca de otro visitante que justifique su existencia.
Adrián entiende al fin. Su único pensamiento, el más natural.
—No, por favor —suplica a la nada—, dejadme salir, dejadme salir...
—Lo siento, no hay salida. Una vez que entras realmente ya no perteneces a tu mundo. Por eso no puedes romper sus cristales. Por eso no te pueden escuchar al otro lado. Estás en otra dimensión. No existes para ellos. Pero ya he hablado demasiado. Querías saber por qué y ya lo sabes. Pensé que era lo menos que merecías. Me despido.
—No, no, no —se opone Adrián—. ¿Quién eres tú? No, por favor, no me dejes...
Pero nadie responde al otro lado. La voz metálica ha enmudecido. Adrián Verdi habla con un teléfono vacío. Delirando, se encoge en el suelo y se vuelve a dormir. Al despertarse, le parece que toda la conversación ha sido un sueño. Acaso lo haya sido...

Ochenta y seis horas después:
El silencio es increíble. Adrián puede escuchar el pulso de su corazón, lento pero constante. Puede escuchar el hilo de su respiración, cada vez más débil. Puede escuchar el leve zumbido que emiten las bombillas de los plafones, quince plafones, en su disposición de tres por cinco. No hay llamadas extrañas, no hay voces, ni siquiera él hace ruido.
Cuánto silencio. Cuánta paz. Adrián no se moverá. Esperará la muerte en esa postura, abrazado por esa quietud.

Ochenta y nueve horas después:
Adrián Verdi tiene un sueño. Él es un licenciado bien trajeado con tres idiomas y trabaja para una compañía petrolífera que le paga una nómina con muchos ceros a la derecha. Pero el sueño le parece lejano e extraño, como si fuera el sueño de otro.
No es sueño, no es su mundo. Su mundo es blanco, como la nieve, como la luz de los plafones, como la habitación blanca. No hay nada más que el blanco. El blanco y la quietud. El blanco que le envuelve. Pronto él también pertenecerá a él.

Noventa horas y veintitrés minutos después:
Adrián Verdi muere. La habitación blanca desaparece.



Un instante después, en otro lugar, una puerta se abre, otra historia empieza. Una voz pregunta si hay alguien, si puede pasar. La habitación en la que entra es completamente blanca, como las páginas de un relato aún por escribir…







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Este relato fue finalista y fue publicado en la Antología perteneciente al I Certamen de Relatos de Terror "El Espejo Roto" convocado por la Editorial Jirones de Azul en el año 2006.