Mientras
se dirige a la entrevista de trabajo, Adrián Verdi intenta automotivarse. Va
repitiendo mentalmente: «el puto amo, Adrián, eres el puto amo, eres lo que
buscan, y lo vas a demostrar». Avanza rápido, afianzando sus pasos sobre la
acera, mirando a los demás como un tiburón mira al resto de peces, arrogante
como solo un licenciado de tres idiomas puede ser. El puto amo, Adrián, el puto
amo.
Al llegar a una transitada calle, Adrián se detiene en frente de un
lustroso local. Allí es donde decide sacar un recorte de periódico de su
bolsillo para leer de nuevo el anuncio de periódico del día anterior: SE
PRECISA LICENCIADO SUPERIOR, JOVEN, AMBICIOSO, TRANQUILO, CON DON DE GENTES Y
POTENCIAL PARA SOPORTAR GRANDES PRESIONES. IMPRESCINDIBLE GRAN CAPACIDAD DE
AUTOCONTROL. INTERESADOS PRESENTARSE MAÑANA A PARTIR DE LAS 10:00 EN LA SEDE DE
LA COMPAÑÍA DE LA C/ LEDESMA. Y luego su parte preferida, el nombre de una
prestigiosa Compañía (petrolífera, sus favoritas) y una cifra estimada para el
puesto que tiene todos los ceros a la derecha que Adrián considera merecer. Ese
puesto debe de ser suyo a toda costa.
Así que allí se encuentra. Mira su reloj y comprueba la hora, las 09:55.
Ni excesivamente puntual ni aún tarde, se congratula. Fija luego su mirada en
el local donde la Compañía llevará a cabo el proceso de selección. No aparenta
ser un local muy grande, estima a simple vista, pero pertenece a una nueva
construcción, de apariencia muy sólida. Además, por todas partes se perciben
rasgos del poderío de la Compañía. Al flamante rótulo con el logotipo de la
misma se le une una carísima puerta de metal galvanizado. A su alrededor, unos
amplios ventanales tintados en negro impiden ver el interior a la vez que
reflejan el exterior como un espejo. Al ver su propia imagen reflejada,
elegante, juvenil, imponente, Adrián no puede evitar esbozar una sonrisa de
complacencia antes de encarrilar definitivamente la puerta.
Son
las 09:59 exactamente cuando Adrián llama al timbre, un minuto antes de la hora
pactada. Al otro lado nadie responde. Vuelve a llamar, aguarda varios segundos
y nuevamente obtiene silencio por respuesta. La situación le parece un tanto
anormal, pero no tendrán a Adrián Verdi esperando tras una puerta, se dice. Son
sus máximas que el mundo es para los decididos y que él nunca llega tarde a una
cita, así que mueve el tirador de la puerta y, para su sorpresa, se abre.
—Disculpen, ¿se puede pasar? —pregunta asomando la cabeza con voz recia
pero educada.
Más silencio. Aún así, Adrián decide pasar. La puerta hace un ruido seco
al cerrarse tras él. La habitación en la que entra es completamente blanca.
Determina que es mucho más espaciosa por dentro de lo que aparentaba ser por
fuera, quizá parte de la culpa debida al inexistente mobiliario en la misma.
Aparte de una silla de plástico en el centro, la habitación está completamente
vacía. No hay mesas, ni archivadores, ni ordenadores, nada. Incluso las paredes
se presentan desnudas de todo cuadro o artificio, descarnadamente blancas,
inmaculadas. Tan sólo una puerta de madera al fondo, cerrada, previsiblemente
conduce a un baño. Toda la habitación huele a limpio, un olor casi de Hospital,
aséptico, y está perfectamente iluminada. Un tanto extrañado por la parquedad
de medios, Adrián se dirige hacia la solitaria silla, que entre tanta blancura
destaca como una isla. Sobre la misma alguien ha dejado un cartel con un
imperativo mensaje: TOME ASIENTO.
Obediente, Adrián Verdi así lo hace.
Diez minutos después:
Adrián Verdi sigue aguardando pacientemente. Conoce ya muchas de las
modernas estratagemas con que los seleccionadores de personal ponen a prueba a
los entrevistados y empieza a temerse que va a ser víctima de una de esas
nuevas dinámicas agresivas. Es sabedor de la anécdota verídica del
entrevistador que recibe con un sopapo en la cara a sus entrevistados e incluso
ha visto la obra de teatro esa, «El método Grönholm». No le pillarán por
sorpresa. No a él. Sabe cuán maquiavélicos son capaces de ser algunos
departamentos de Recursos Humanos para poner a prueba a sus candidatos.
Adrián sonríe imperceptiblemente al sentirse objeto de estudio. No
podrán hacerle perder su espíritu asertivo, se promete. No caerá en el
paroxismo.
Dos horas después:
Adrián Verdi continúa elegantemente erguido sobre la silla, las manos
cruzadas sobre sus muslos. Desde el interior, los ventanales son diáfanos y se
entretiene viendo pasar a los transeúntes por la calle. También ha contado los
plafones del techo un par de veces. Quince plafones hay, dispuestos en una
formación de tres por cinco.
Tres horas después:
Adrián mira su reloj. Ya lleva tres horas ahí dentro. Confía en que
pronto termine esa pantomima de selección de personal. Se le están durmiendo
las piernas sentado en esa silla de plástico. Bosteza.
Tres horas y media después:
Una idea germina en la mente de Adrián. ¿Y si está fracasando en el
proceso? ¿Y si en realidad buscan alguien más agresivo que no acepte esta
absurda situación en la que se ve inmerso? ¿Y si su proceder tranquilo y
disciplinado no es suficiente? Quizá debería revelarse, piensa.
Adrián se revuelve incómodo en su silla.
Cuatro horas después:
Adrián Verdi decide levantarse al fin. Ha estado cuatro horas sentado en
esa silla, las ha contado minuto a minuto. Su paciencia está más que
demostrada. Deambula ufano por la habitación con las manos en los bolsillos del
traje, como si esas cuatro horas de aburrimiento no hubieran supuesto ningún
cambio en su ánimo.
No podréis conmigo, se repite. Conmigo no.
Cinco horas después:
Adrián saca su teléfono móvil para avisarle a su pareja que no podrá
comer con ella, como había quedado. Su rostro no denota ninguna sorpresa al
comprobar que no tiene cobertura. Da vueltas en círculo por la habitación
buscando alguna raya que le permita hacer la llamada, pero sin éxito. Estando
como está en el centro de la ciudad deben de haber colocado algún inhibidor de
frecuencia para que la incomunicación sea total.
¿Habéis cuidado hasta el último detalle, eh, cabrones?, reniega
mentalmente.
Seis horas después:
Adrián se ha vuelto a sentar y relee de nuevo el anuncio con la oferta
de trabajo. Se detiene en algunos conceptos: TRANQUILO ... POTENCIAL PARA
SOPORTAR GRANDES PRESIONES ... GRAN CAPACIDAD DE AUTOCONTROL. Eso quieren. Eso
buscan.
Los ojos de Adrián viajan a la parte de más abajo y se infunde nuevos
bríos. Estas seis últimas horas no han estado perdidas. El nombre de la
Compañía bien lo vale. Todos esos ceros a la derecha bien lo valen...
Ocho horas después:
Lleva ya un par de horas mirando la puerta cerrada al fondo de la habitación.
Se pregunta si abrir dicha puerta lo considerarán sus espectadores un acierto o
una debilidad. Duda ante cada posibilidad. En las entrevistas de trabajo nunca
se sabe lo que está bien, se lamenta.
Nueve horas después:
Adrián contrae la pelvis. Aún puede aguantar un poco más. De todas
formas, acierto o debilidad, pronto sabrá qué hay detrás de esa puerta, eso
seguro.
Diez horas después:
Adrián mira su reloj por enésima vez. Son las 8 de la tarde; lleva
metido en esa habitación desde las 10 de la mañana. Se aburre mortal, absoluta,
inexorablemente. El aburrimiento es uno de los peores castigos de la vida,
piensa para sus adentros, si no el peor.
Adrián sigue esperando.
Once horas después:
Adrián Verdi abre la puerta del fondo de la habitación. Ya no puede
aguantar más la presión en su bajo vientre. Al otro lado no hay un baño, como
había esperado, ni tan siquiera un lavabo. Al otro lado sólo hay una pequeña
habitación sin ventanas, pintada del mismo blanco que el resto de la
habitación. Igual de blanca e igual de vacía.
Si tan sólo hubiera un agujero en el suelo, se lamenta Adrián Verdi
mientras vacía su vejiga contra la pared...
Doce horas después:
Adrián empieza a tener sed y un poco de hambre. Es normal, se dice, es
lo que esperan. Forzándome físicamente esperan que me derrumbe
psicológicamente.
Adrián ignora el hambre y la sed estoicamente. No podréis conmigo,
vuelve a repetirse por enésima vez. Conmigo no.
Trece horas después:
Por primera vez desde que entró, Adrián comienza a dirigirse a sus
espectadores. Lo hace ufano, con humor.
—Eoooh, sigo aquí. Os lo digo para que no os olvidéis de mí si queréis
marcharos a dormir, ¿eh?
La blancura de la pared no le devuelve ningún eco. La blancura de la
pared cada vez parece más cruda, más intensa, más cegadora.
Catorce horas después:
Adrián ha decidido encontrar la cámara desde donde le espían y saludar
directamente a sus entrevistadores. Eso les impresionará.
Después de mirar fijamente todo el perímetro de la habitación, palpa la
pared con mimo, escrutando cada rincón, en busca de esa cámara escondida que en
alguna parte debe de estar. Se detiene en las junturas de la ventana
buscándola, en el chaflán del rodapiés, en la manilla de la puerta. No aparece.
Da la vuelta a la silla y mira debajo de ella. No aparece. Subiéndose a la
silla, inspecciona también los quince plafones de la luz. No aparece.
Adrián sigue buscando. Tiene que haber una cámara. Tiene que haberla. La
alternativa es peor.
Diecisiete horas después:
Adrián
empieza a dar las primeras muestras de nerviosismo. Lleva tres horas
ininterrumpidas buscando una cámara en un sitio donde no puede estar escondida.
Simplemente no tiene sitio donde estar escondida. Ha revisado decenas de veces
la habitación, centímetro a centímetro, milímetro a milímetro, y no aparece la
cámara. Si existiera una cámara, por pequeña que fuera, la habría encontrado.
Su
cerebro martillea: No existe cámara. No existe cámara. No existe cámara. ¿Qué
significa eso?
Dieciocho horas después:
Adrián
mira su reloj. Son las 6 de la mañana. El hambre lo soporta bien pero empieza a
ser difícil ignorar la sequedad en su garganta. Pasea su lengua por los labios,
en busca de cualquier vestigio de humedad. Besar un trozo de cartón debe de ser
una sensación parecida.
Y no
hay cámara, sigue repitiéndose. No la hay. Si hubiese cámara la habría
encontrado.
Diecinueve horas después:
Se
rinde. A las 7 de la mañana del día siguiente, Adrián se rinde. Si no hay
cámara, ha deducido, no estoy siendo observado y si no estoy siendo observado
no tiene sentido que siga aquí. Axiomático. Causa—efecto. Adrián se dirige a la
puerta mientras se despide mentalmente del nombre de la Compañía y de todos
esos ceros a la derecha. No valen la pena, intenta convencerse. Que les den por
culo.
Adrián
tira de la manilla de la puerta de entrada y se dispone a salir. La manilla
gira pero la puerta no se abre. Gira, pero no se abre. No se abre. No se
abre...
Diecinueve horas y diez minutos después:
Adrián
está fuera de sí, descargando diecinueve horas de aburrimiento absoluto en
forma de patadas contra la puerta de entrada. Sudando de ira y de impotencia
descarga una patada. Y otra. Y otra más.
La
carísima puerta galvanizada, de varios kilos, ni reverbera con su esfuerzo. La
emprende nuevamente con más patadas, cada vez más fuertes. La puerta o su
pierna, uno de los dos ha de salir vencido, pronostica un embrutecido Adrián
Verdi. Más patadas, y más, y más. Gana la puerta.
Extenuado,
Adrián Verdi se desploma contra el suelo.
Diecinueve horas y media después:
A
por el cristal. La puerta habrá podido resistir sus embates, pero está
convencido de que podrá con el cristal. Sin pensarlo más, Adrián se lanza
contra el ventanal apoyando toda su fuerza en el hombro, como ha visto hacer en
las películas. Dolorosamente, descubre que el cristal es inusualmente macizo,
irrompible. Es como lanzarse contra una pared.
No
se rinde. Adrián coge la silla y la lanza con furia hacia el ventanal. Es una
silla de plástico contra una aleación preparada para resistir peores golpes. Ni
siquiera hace ruido al chocar. Ni siquiera deja un arañazo. Deberá pensar otra
cosa.
Veinte horas después:
Adrián
se agacha, se pone de pie, se sube a la silla por toda la habitación intentando
encontrar cobertura. Esboza las más inverosímiles posturas, escrutando cada
ángulo, cada recoveco, en pos de la solitaria raya que le permita efectuar una
llamada.
—Tan
solo una llamada, Señor —se sorprende escuchándose a sí mismo rezar en voz alta
el hasta entonces ateo Adrián Verdi.
Durante
horas, Adrián continúa su búsqueda, agachándose, poniéndose de pie, subiéndose
a la silla. A ratos, le parece ver fugazmente la anhelada raya de cobertura,
apareciendo y desapareciendo en un destello. Entonces ladea el móvil y lo agita
suavemente, aún esperanzado, pero nunca regresa la dichosa raya. La verdad es
que ni siquiera está seguro de haberla visto. Quizás se la haya imaginado.
Quizás esté empezando a desvariar.
Veinticuatro
horas después:
Adrián
Verdi hace cálculos: Un día. Un largo día aquí. Veinticuatro horas. Mil
cuatrocientos cuarenta minutos. Ochenta y seis mil cuatrocientos segundos.
Adrián
Verdi pondera que un mal día puede parecer una vida entera.
Veintiséis
horas después:
Adrián
Verdi relee otra vez la oferta de trabajo, por si ha equivocado la fecha, la
hora o el lugar de la entrevista. Tal vez todo se deba a una equivocación por
mi parte, se dice. Pero no, la oferta de trabajo es nítida y conoce demasiado
bien la ciudad para haberse equivocado de calle o de número. Piensa en otra
cosa...
Quizá,
se dice, esté siendo objeto de alguna pesadísima broma. Repasa uno a uno a sus
amigos, determinando que no puede ser, que ninguno de ellos es dado a gastar
bromas. Repasa luego uno a uno a sus enemigos, determinando que tampoco puede
ser, que nadie le quiere tan mal para hacerle semejante putada. Piensa, piensa
otra cosa...
Ya
sé, se enciende una idea en su cabeza, tal vez iban a hacer en un principio
aquí la selección pero al ver que la puerta de entrada estaba estropeada y te
dejaba encerrado dentro decidieron llevarla a cabo en otro local. Eso debe de
ser. Se marcharon a otro local llevándose todo consigo y por eso está vacía,
salvo la silla de plástico que se les olvidó. A lo mejor incluso pusieron un
aviso en el periódico advirtiendo del cambio del local y se me pasó
desapercibido. Eso, eso debe de ser. No lo creo, resulta demasiado rebuscado.
Piensa en otra cosa...
Tranquilidad.
Respira hondo. Inspira por la nariz y espira por la boca. Busca la lógica. Ha
de haber una explicación por la que te encuentras aquí encerrado. Piensa, se
increpa, piensa en otra cosa, sigue pensando...
Veintiocho
horas después:
A Adrián Verdi se le ha pasado por la cabeza una idea que le aterra. Su
imaginación viaja a esos reportajes que hablan de seres anónimos a los que matan
para grabarles en alguna macabra película de vídeo. Su imaginación le convierte
por momentos en un hipotético protagonista de una snuff—movie. No, no,
no, niega mentalmente, ese tipo de películas son sólo leyenda, no existen en la
realidad. Sólo son un invento de la prensa sensacionalista, eso es lo que son.
No existen.
Por
más que Adrián Verdi intenta desechar de su mente este siniestro pensamiento no
lo consigue. Es una idea ridícula, pero no puede dejar de pensar en ella. No
para de visualizarse a sí mismo como víctima absurda en la pantalla de algún
degenerado. Le puede ver perfectamente, babeando, masturbándose a la vez que
contempla su muerte.
Veintinueve
horas después:
El
rostro de Adrián Verdi, desencajado, denota el pánico total que siente. Cada
músculo de su cara está tenso como un arco. Ya no se molesta en aparentar una
falsa tranquilidad que no siente.
Sí,
estoy acojonado, reconoce para sus adentros. Es una víctima. Le van a convertir
en una víctima. Nunca imaginó que su muerte sería así. Claro que lo mismo
habrán pensado todas las víctimas a lo largo de los tiempos. Ese tipo de cosas
siempre le suceden al prójimo hasta que el prójimo es uno mismo...
Treinta
horas después:
Una
esperanza. Adrián Verdi grita, intentando llamar la atención de los transeúntes
que ve pasar por la calle. A través de los cristales tintados no podrán verle
pero a lo mejor pueden oírle.
Adrián
aporrea los ventanales y grita como si le fuera la vida en ello: ¡Eh, vosotros,
socorro, aquí! Le sangran las manos de tanto aporrear pero no ceja en su
intento. Sigue golpeando, sigue gritando, hasta oír crujir sus pulmones.
Adrián
Verdi continúa gritando sin parar durante dos horas y treinta y cuatro minutos.
Dos horas y treinta y cinco minutos después, se queda sin voz.
Treinta
y tres horas después:
Adrián
Verdi ahora vuelve a la carga contra la puerta, contra los ventanales, contra
la pared, completamente desquiciado, arremetiendo con todo su cuerpo como un
poseso. Ignora el dolor y vuelve a la carga, una y otra vez. Aprieta los
dientes y golpea. Golpea para caer y levantarse y volver a golpear.
Adrián
Verdi sangra por manos, codos y rodillas, pero sigue golpeando. No va a parar.
Se disloca un hombro y se hace un esguince en el tobillo, pero sigue golpeando.
Es un loco. Sólo cuando arremete contra la ventana con su cabeza se detiene.
Adrián
duerme entonces inconsciente, mientras de su frente nace un gran charco de
sangre que destaca sobre el hasta entonces inmarcesible blanco del suelo.
Treinta
y ocho horas después:
Adrián
Verdi despierta en el suelo. No hace amago de levantarse, tan mareado se
siente. Boca arriba como está, mira el techo y los plafones, que le señalan con
su luz punzante. Quince plafones, siempre quince plafones, dispuestos en una
formación de tres por cinco. Y no hay piloto antiincendios, se percata. No está
diseñada esta habitación para proteger a sus ocupantes. Sólo para encerrarlos
en su monótona blancura.
El
blanco de la habitación le marea. Es un blanco lechal, que le envuelve como una
niebla espesa. Un blanco tan puro que nota cómo lo respira, llenándose sus
alvéolos de ese mismo blanco, oprimiéndole el pecho. La habitación da vueltas.
Adrián Verdi vuelve a perder el conocimiento.
Cuarenta
y dos horas después:
Adrián
despierta de nuevo. Al principio, un poco descolocado, siente miedo al no saber
dónde se encuentra. Luego recuerda dónde está y su miedo se multiplica.
Poco
a poco, se levanta hasta lograr quedarse sentado. El esfuerzo es mayúsculo,
como si sus músculos no le pertenecieran. Le duele la cabeza. Está
completamente mareado y siente nauseas. Entonces, mira la pared y ve marcas de
arañazos, arañazos de inequívocas manos humanas. ¡Alguien ha entrado en la
habitación durante su inconsciencia y ha arañado la pared! Y si alguien ha entrado,
obligatoriamente alguien sabe que se encuentra allí.
Por
un momento, Adrián Verdi recupera un resquicio de esperanza, efímera esperanza,
que torna en desespero al mirarse las manos y comprobar que son suyas las
marcas, que no son sino sus uñas encanecidas las que, como un mal animal, han
arañado las paredes de su cárcel.
Y en
su locura, en su soledad, Adrián Verdi se siente aún más loco y más sólo...
Cuarenta
y cuatro horas después:
Su paladar no le pertenece, es algo ajeno a su persona. Su lengua es un
pedazo de carne seca con vida propia dentro una boca pastosa y áspera. Le arde
la piel, probablemente por la fiebre. Adrián Verdi descubre qué es la Sed, con
‘ese’ mayúscula.
Intenta ponerse de pie pero el vértigo es demasiado. No quiere volver a
golpearse la cabeza, así que vuelve a sentarse. Reptando como un bebé, se
dirige a la habitación en la que horas antes vació su vejiga. Ignorando el
asco, lame con avidez los restos líquidos de lo que horas antes rechazó.
Cuarenta
y ocho horas después:
¿Cuánto puede vivir un hombre sin agua? ¿Un día? ¿Dos? ¿Tres a lo más?
Adrián Verdi recuerda haberlo leído en alguna parte, pero no recuerda la cifra
exacta.
¿Cuatro días, en el mejor de los casos, sin agua? ¿Cuánto le queda?
Adrián Verdi llora con sinceridad, descubriendo que toda su pena no basta para
obligar a sus ojos resecos a generar una pírrica lágrima.
Cincuenta
y seis horas después:
Se ha dormido. ¿Cuánto lleva dormido? Ocho horas, comprueba mirando su
reloj. ¿Y qué le ha despertado? El dolor. Aún seguiría durmiendo si no sintiera
esas profundas punzadas en su estómago.
Adrián se retuerce en el suelo. Las tripas se le revelan por la ausencia
de agua en una agonía pantagruélica. Adrián grita sin voz lo mismo que horas
antes lloró sin lágrimas. No se merece esto, no se lo merece. ¿Quién se lo
merece?
Cincuenta y ocho horas después:
Lleva dos horas vomitando incesantemente. Hace poco escupía un reguero
de bilis pero ahora hasta las arcadas se han secado. Tiene el estómago vacío
pero su cuerpo no parece saberlo. Adrián Verdi se convulsiona en violentos
espasmos. Resultan dantescos los esfuerzos de su vientre por expulsar la
nada...
Sesenta y dos horas después:
¿Se ha vuelto a dormir? No lo sabe. Duerme y despierta a intervalos.
Cada vez le parece más irreal la habitación. Él mismo se empieza a ver como un
ser irreal también, difuso, abstracto.
Todo es blanco, el techo, las paredes, él mismo. Es tan bonito el
blanco...
Y se vuelve a dormir.
Setenta y dos horas después:
Adrián Verdi gimotea entre la vigilia y el sueño: ¿Por qué? ¿Por qué?
¿Por qué? ¿Por qué? Adoptando una postura fetal que atenúa las punzadas de su
estómago, subraya incesantemente, como una grabación, esas dos palabras: ¿Por
qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
A Adrián Verdi ya no le importa morir. Adrián Verdi sólo quiere saber
por qué.
Setenta y cuatro horas después:
¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿...?
Setenta y ocho horas después:
La gente continúa deambulando por la calle. Es de noche. Adrián les ve a
través de los ventanales, pero no le parecen reales, son fantasmas. Se pregunta
si a alguno de ellos le preocupará qué hay detrás los cristales tintados, si
sabrán lo cerca que puede estar la muerte. Sabe que no les preocupa. Aunque
retransmitieran su muerte en un escaparate la mayoría de la gente continuaría
ignorándole. No es mi problema, dirían, y continuarían andando.
Adrián realiza un brindis imaginario por la Humanidad, por todas las
personas. Brinda porque la indiferencia y el egoísmo de cada cual les devore.
Brinda por sí mismo, ni más ni menos.
Ochenta y tres horas después:
¿Se lo imagina o suena su teléfono móvil? Lo saca y comprueba que está
apagado, sin batería. Aún así, escucha perfectamente su sintonía.
—¿Sí? –pregunta Adrián al otro lado de un teléfono cadáver.
—Te diré el porqué, ya que tanto quieres saberlo–responde una lejana voz
metálica al otro lado—. No cambiará nada pero te lo diré, es lo menos que
mereces.
—¿Quién eres? –titubea Adrián.
—Mi identidad no importa. Tampoco el por qué te digo lo que te voy a
decir. Querías saber por qué estás aquí y lo vas a saber. Nada más que eso.
—Dime al menos por qué, entonces.
—No hay un porqué –resuena la voz metálica—. Nadie tiene nada contra ti.
Y no, antes de que lo menciones, tienes razón, tampoco es justo. La habitación
blanca no atiende a razones ni a justicias. No hace lo que hace por piedad ni
por maldad, simplemente lo hace. La habitación blanca es tan ser vivo como
lugar, y a la vez ninguna de las dos cosas. Ella es tu raptor y tu cárcel. Ella
es el lugar en el que te encuentras y la razón por la que no podrás salir. Ella
es la habitación blanca. Nada más.
—No entiendo –protesta Adrián—. ¿Pero qué es la habitación blanca?
—Estás en ella –responde la voz—. Y no puedo responderte qué es porque
no hay una palabra humana que defina lo que es. Para que lo entendieras, se
podría decir que es una pesadilla, ya que las pesadillas no son sino lugares
lejanos en los que de vez en cuando se pierde vuestra mente. Cuando los humanos
creéis soñar, en realidad estáis viajando. La habitación blanca únicamente
aprendió de vosotros cómo regresar. Bajo esa definición, la habitación blanca
sería una pesadilla que se cansó de esperar que la visitarais y decidió
visitaros a vosotros. Un ser adimensional adaptándose y moldeándose para
encajar en vuestro mundo en tres dimensiones. Así, se materializa sobre lugares
de vuestro planeta, suplantándolos en realidad, en su eterna búsqueda de
visitantes. Pero una vez dentro, la habitación blanca no puede abrir sus
puertas para los visitantes, porque es un espacio cerrado, una pesadilla
claustrofóbica, y la única forma que teníais de escapar de ella era en sueños,
despertando. De esa manera, una y otra vez, cada visitante que atrapa la
habitación blanca en su ser perece lentamente de inanición. Y así, una y otra
vez, perecéis y la habitación blanca debe huir en busca de otro visitante que
justifique su existencia.
Adrián entiende al fin. Su único pensamiento, el más natural.
—No, por favor —suplica a la nada—, dejadme salir, dejadme salir...
—Lo siento, no hay salida. Una vez que entras realmente ya no perteneces
a tu mundo. Por eso no puedes romper sus cristales. Por eso no te pueden
escuchar al otro lado. Estás en otra dimensión. No existes para ellos. Pero ya
he hablado demasiado. Querías saber por qué y ya lo sabes. Pensé que era lo
menos que merecías. Me despido.
—No, no, no —se opone Adrián—. ¿Quién eres tú? No, por favor, no me
dejes...
Pero nadie responde al otro lado. La voz metálica ha enmudecido. Adrián
Verdi habla con un teléfono vacío. Delirando, se encoge en el suelo y se vuelve
a dormir. Al despertarse, le parece que toda la conversación ha sido un sueño.
Acaso lo haya sido...
Ochenta y seis horas después:
El
silencio es increíble. Adrián puede escuchar el pulso de su corazón, lento pero
constante. Puede escuchar el hilo de su respiración, cada vez más débil. Puede
escuchar el leve zumbido que emiten las bombillas de los plafones, quince
plafones, en su disposición de tres por cinco. No hay llamadas extrañas, no hay
voces, ni siquiera él hace ruido.
Cuánto silencio. Cuánta paz. Adrián no se moverá. Esperará la muerte en
esa postura, abrazado por esa quietud.
Ochenta y nueve horas después:
Adrián Verdi tiene un sueño. Él es un licenciado bien trajeado con tres
idiomas y trabaja para una compañía petrolífera que le paga una nómina con
muchos ceros a la derecha. Pero el sueño le parece lejano e extraño, como si
fuera el sueño de otro.
No es sueño, no es su mundo. Su mundo es blanco, como la nieve, como la
luz de los plafones, como la habitación blanca. No hay nada más que el blanco.
El blanco y la quietud. El blanco que le envuelve. Pronto él también
pertenecerá a él.
Noventa horas y veintitrés minutos después:
Adrián Verdi muere. La habitación blanca desaparece.
Un instante después, en otro lugar, una puerta se abre, otra historia
empieza. Una voz pregunta si hay alguien, si puede pasar. La habitación en la
que entra es completamente blanca, como las páginas de un relato aún por
escribir…
_______________________________________
Este
relato fue finalista y fue publicado en la Antología perteneciente al I Certamen de Relatos de Terror "El Espejo Roto" convocado por la Editorial Jirones de Azul en el año 2006.
Ostras que bueno, es realmente angustioso!
ResponderEliminarBesos