Caelum, non animum mutant






Responde el mar de ojos que le miran,
responde de su cansancio exánime.
¿Ojos, he dicho? Más bien, oquedades,
fanales en la oscuridad, grutas
en acantilados enloquecidos.
Porque mirar al mar es sostenerle
la mirada al basilisco, diluirse
en nostálgicas remembranzas,
albergar la fútil esperanza
de un horizonte no inextinguible.
Así, de tanto observar, las gentes
del mar le examinan como ciegos,
marineros de pupilas invisibles
escudriñando, tras el piélago,
preguntas a la respuesta inconcusa:
cada hombre siempre el mismo hombre
abatiendo tabiques privativos,
sollozando quedamente, lastimero
—no cambia el espíritu, si acaso el cielo—,
lágrimas negras, y pátinas lánguidas
e inasibles…


Océanos de oscura envergadura.

Melancolías nimbadas de espuma gris.

Pesadumbres de estático permanecer.


Ciudadanos de piedra
como gaviotas de castro,
trocando los arbotantes
de allá, Santa María,
en un cementerio ancorado
de gárgolas en la tristeza.











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