I.
Se difumina la
noche saharaui. Como un milagro, amanece sobre la pobreza. Con cierto aire
furtivo. En silencio. El idioma del miedo.
—Buenos días,
María.
Un rostro moreno
la saluda. Un rostro hojaldrado por el sol, coriáceo, endurecido. Sus ojos dos
profundas e impenetrables piedras, dos lunas del color de la noche en el
desierto. Hassan Dadach. Alabea su cuerpo como un junco para darla un beso.
—Buenos días.
Ella se despereza.
Deja pasar diez segundos hasta que se levanta completamente de la cama. Entonces
huele el té que él ha preparado para el desayuno y hace un esfuerzo por sonreír.
Hassan le devuelve la sonrisa, sus incisivos blancos destacando sobre su rostro
tiznado. Luego desayunan en penumbra, la luz apenas un sucinto haz proyectando
alargadas sombras sobre las paredes. Moviéndose en los claroscuros de la
clandestinidad, en esa estancia que les es ajena y fría. Su refugio. Su
escondite. El lugar donde se sienten seguros.
—La violencia es
el miedo a los ideales de los demás —levanta María su taza, citando de memoria.
—Sí —brinda él.
Terminan de
desayunar y recogen haciendo el menor ruido posible. Se han acostumbrado a
hacer todo dentro del mayor mutismo, incluso hacer el amor se ha convertido en
una labor silenciosa y contenida. Ahora ella se ha asomado a un resquicio de la
ventana. Sus pupilas reflejan un paisaje desolado y gris
—¿Te has fijado? —suspira
con una mueca de amargura—. Siempre son tristes los amaneceres…
No le falta razón.
Las calles parecen cubiertas por un polvo opaco, sin brillo. Como si el mundo entero aguantara la
respiración en ese instante, las nubes penden en el aire como títeres rojo
sangre, trazando venas sobre el cielo sólido. Diríase que el sol se arrebola de
vergüenza sobre Al Aaiún. Que humilla su mirada.
—¿Sabes? —como un
fantasma Hassan se ha acercado por su espalda—. Esta noche he vuelto a soñar
con Dahkla.
El comentario
traslada a María una marea de imágenes no deseadas que asaetan su cabeza. Como
si estuviera de nuevo ahí, vuelve a escuchar los sonidos: el ruido sordo del
hierro al contactar contra una espalda, el llanto de los niños incapaces de
entender nada, los pasos apresurados de piernas en huída. Y por encima de todo,
los gritos de dolor. Unos gritos de dolor reconocibles, proferidos en su mismo
idioma, el idioma de aquel colonizador que les dejó en la estacada: Dakhla no
hace tanto que era Villa Cisneros, piensa. ¿Cómo, entonces, entender tanta indiferencia?
¿Hacia dónde mirar cuando los gritos son tan cercanos? ¿De qué humana manera taparse
los oídos cuando los torturados aúllan con tu misma voz? Ojalá no supiera cómo.
Pero lo sabe.
—No le importamos
a nadie — se muerde el labio inferior de rabia e impotencia—. A nadie.
Hassan la abraza
por detrás, todo su amor y acercanza en ese abrazo. Besándola cariñosamente
detrás de la oreja, intenta apaciguar su ira. Tratando de consolar lo
inconsolable.
—No podrán mirar
siempre para otro lado —la reconforta—. Es imposible. En algún momento se
filtrará lo que está ocurriendo aquí. Llegará el momento de la justicia. Es
ineludible.
Pero ella sabe que
no. Que los medios de comunicación nunca mirarán hacia el Sahara. Que la
esperanza no es una opción, que a su país, a Europa entera, se la trae floja lo
que les pase. Ella viene de ese mundo, lo conoce. Ha conocido de cerca su
indolencia, la desidia hacia cualquier problema que no acontezca frente a su
nariz. El interés advenedizo de unos ciudadanos que, si acaso la prensa de ese
día señala violaciones de los derechos humanos, cabecea, murmura «cómo está el tema»
y pasa a la siguiente página, al crucigrama. Resulta paradójico que los medios
de comunicación —interesados, tutelados y cómplices— hagan tan bien la labor de
incomunicar. Escribir, pondera, también puede ser una forma de anestesiar.
—Tú no les conoces
—replica—. No les conoces.
Hassan afianza su
abrazo, apretando su cuerpo menudo contra él. Dedos masculinos cerrándose sobre
su pecho delgado.
—Hay que ser fuerte,
María —la arrulla con su voz grave, intentando insuflarle un aliento que no posee—.
Porque hay esperanza. Siempre hay esperanza. Recuerda a Aminetu Haidar.
Recuerda el revuelo que montó. Consiguió que miraran hacia nosotros. La
historia volverá a repetirse.
María esboza un
mohín de dolor. Incapaz de contenerlas, las lágrimas se arraciman sobre sus
ojos, libres y sinceras como elegías líquidas. Fluyendo como desesperados
manantiales. El desinterés absoluto hacia el Sahara es algo intransferible que
solo le pertenece a ella, algo que Hassan no llega a entender del todo. En ese
matiz concreto reside la gran diferencia entre ella y él. En su inmarcesible
esperanza.
—Eres un iluso,
cariño —posa sus manos sobre las suyas—: nadie recuerda a Aminetu Haidar.
Hassan se
estremece. Ella percibe que sus palabras le han dolido, pero es verdad: aunque
él no lo pueda entender, aunque cueste de entender, nadie recuerda a Aminetu
Haidar. Nadie. Y es algo normal. Nos hemos habituado a llamar normal a lo que
hace todo el mundo y es normal, pues, esa ausencia de empatía. Es normal que la
atención de los —mal llamados— adultos esté más pendiente de frusilerías y
boutadés. Es insufriblemente normal que las víctimas se perciban lejanas, que
su única dimensión sea numérica, que nos quedemos con su guarismo para evitar
recabar en la dimensión personal. Es hirientemente normal, incluso necesario, cierto
grado de deshumanización que haga soportable nuestra parte de culpa. Cotiza a
la baja, la normalidad.
La respiración
acompasada de Hassan la saca de sus ensoñaciones. Está tan pegado a ella que su
aliento hace oscilar los pelos de su nuca, proporcionándole una agradable
sensación de cosquilleo.
—Lo siento —se
disculpa María, girándose para apretar su nariz contra su corazón—. Seguro que
tienes razón y queda un resquicio para la esperanza.
Y añade:
—Te quiero.
Hassan le acaricia
la espalda:
—Yo también te
quiero —responde, y sus palabras reverberan directamente sobre su abdomen.
II.
Ahora Hassan
duerme. Está desnudo bajo las sábanas, reclinado contra María. Su mano derecha
sobre su vientre. A ella le consta que es la parte favorita de su cuerpo, su
tripa. Blanda y suave. Acogedora. Siempre se duerme acariciándola.
—Me gusta estar
contigo —le susurra, consciente de que en la profundidad de su sueño él no escuchará sus palabras.
Luego le besa en
la barbilla, estrechándole contra ella. Gestos cariñosos, clandestinos,
cargados de sigilo. Su compañía y su abrazo —y nada más— constituyen su remanso
de paz en este mundo de locos. En la calle, distante, escucha caer la lluvia
sobre el asfalto. La lluvia en el Sahara, repasa María, era un prodigio que
acostumbraba a alegrarla, un sonido que la relajaba; ahora, en cambio, no puede
dejar de percibirla como la música de un Dios que se estremece. Hace demasiado tiempo
que las gotas tañen como diminutos diapasones. Amenazantes. Intimidatorias. No
puede dormir, está turbada. El pasado es un intrincado laberinto que la
hostiga, que intenta transmitirle miedo. No sabe el pasado que es tarde para el
miedo, que lo dejó atrás cuando inició este viaje.
Echando la vista
atrás casi no recuerda la primera vez que vino como cooperante de una ONG. Le
parece una reminiscencia de otra vida, envuelta en esa neblina difusa del
pasado lejano. El proyecto era construir una escuela en la deprimida zona de
Bosador. Trajeron libros, medios, ilusiones… nunca les dejaron. Toparon con la
imposible burocracia marroquí, con el boicot inherente a cualquier iniciativa
destinada a mejorar la calidad de vida de la zona. Regresaron como habían
venido. Cansados. Enrabietados. Muchos no volvieron a intentarlo, conscientes
de lo ingratamente agotador que era enfrentarse al leviatán diplomático.
Constataron que no existía altruismo capaz de prevalecer sobre los intereses
comerciales de los aliados de Mohamed VI. Pero María no. Para ella rendirse no
era una opción. Se rebelaría contra la injusticia, haría suya su causa.
Informaría al mundo de la situación saharaui.
Todo aquello María
lo ve flotando en una atmósfera blanca, lechal, la realidad filtrándose a
través de una gasa. Pero recuerda a la perfección que la segunda vez que visitó
El Aaiún lo hizo ya como ciudadana particular, sin siglas que le hicieran de
salvoconducto, sin más blasón que su insignificarte pasaporte. En el aeropuerto
le preguntaron quién era, qué hacía, si tenía reserva en el algún hotel. Ella
respondió que era turista y la dejaron pasar. En la puerta, a cara descubierta,
le esperaba el activista que había quedado en buscarla con la excusa de haber
sido contratado como guía. Un tipo alto, moreno, delgado. Las cejas algo
caídas, tristes. Poseedor de una mirada relampagueante.
—Hola, soy María
—se presentó.
—Mi nombre es
Hassan —extendió él su mano.
Así le conoció. Así
se conocieron. Han pasado tres años, pero recuerda como si regresara allí la
palpitación al enfrentarse por primera vez a esos insondables ojos negros. «Dos
profundas e impenetrables piedras, dos lunas del color de la noche en el
desierto», como le gustaba a ella representar mentalmente cada vez que los
miraba. Dos aguijones que le alcanzaban directamente el corazón.
Ahora Hassan
duerme junto a ella, su gesto durmiente entre lo reconcentrado y lo infantil. En
esa habitación que es su refugio, sus sueños transportándole lejos de allí.
Pero María, insomne, mira al techo y solo ve una desolada área desconchada. ¿Cómo
han terminado así?, se lamenta. ¿Cómo ha podido pasar el tiempo tan fugaz?
Desde aquel día, hace tres años, siente que su vida ha ido sucediéndose
caóticamente, sin descanso: las idas y venidas a El Aaiún; la constatación esciente
de que había una guerra encubierta de la que nadie informaba; las mil y una veces
que la preguntaron «¡profesión y destino!»; convertirse un buen día en
sospechosa de colaboracionismo y no poder pasar del aeropuerto; decidir
regresar por otra vía con un grupo de observadores internacionales; la penúltima
crisis diplomática; Aminetu Haidar deportada a Lanzarote; el Campamento de la Dignidad
de Gdeim Izik; la ultra-violenta represión posterior; la masacre de Dakhla… María
extiende las palmas de las manos hacia arriba, observándolas como si por los
intersticios de los dedos se le estuviera escapando arena. Todo se confunde en
su mente, en una miríada de fotografías que caracolean y como un collage
conforman sus últimos tres años de vida. ¿En qué instante adoptó una causa que
a nadie más interesaba?, se interroga. ¿En qué momento decidió que no
abandonaría el Sahara pese a estar en busca y captura? ¿Cuándo esconderse se
convirtió en una rutina?
Hassan respira a
su lado. Inconscientemente, acaricia su tripa. Ambos son fugitivos, pero ella
sabe que en el peor de los casos ella será deportada, mientras que él… le duele
imaginar siquiera lo que le ocurriría a él si le encontraran. Lo ha visto
demasiadas veces. Y sabe que mientras está con ella está un poco más seguro,
que su presencia occidental aún valdría de algo. De poco, pero algo. Protegerle
es una manera de quererle. Y viceversa.
Ama este país,
sopesa fríamente. Y ama a Hassan. Por supuesto que aguanta, masculla entre dientes,
apretándolos con fiereza. ¿Qué otra maldita cosa podría hacer?
III.
En las películas
de guerra nunca narran los tiempos muertos. Las escenas se suceden de acción a
acción, nadie transmite las largas horas de silencio y miedo. Los días eternos.
Esa tensión de quien se esconde. Las inacabables horas mortalmente asustado,
mirando un punto fijo.
Lo innombrable ha
ocurrido hace un rato. Lo aterrador. Un ruido al otro lado de la puerta. Un
ruido de madera quebrándose, del todo inusual. Ambos han quedado paralizados al
instante. Hassan se ha apostado tras la pared, sus labios oblicuos y entreabiertos
pareciendo a punto de decir algo; los ojos de María rielantes de terror. Luego
han esperado uno, dos, tres minutos. Minutos con la envergadura de horas. Nada
ha vuelto a quebrar el silencio.
Y entonces,
inopinadamente, ha comenzado. El caos. El pavor. Los gritos. Una patada
violenta a la puerta y el sonido de una patrulla adentrándose en una vivienda.
Pero no es la suya, María y Hassan respiran aliviados. ¡No es la suya! Es la
vivienda de encima la que está siendo invadida. Desde el techo les llegan las
órdenes intimidatorias, las súplicas de los vecinos de arriba, los golpes de los
cuerpos al caer sobre el entarimado. El sempiterno y mil veces cincelado sonido
de la violencia. Hassan corre hacia María. Ambos se encogen en un rincón. Hace
unos segundos no han podido evitar regocijarse egoístamente por la suerte de
haber librado, pero ahora no pueden dejar de sentir que esos llantos que emanan
de las paredes emanan también de sus bocas. Es algo angustioso. La
irracionalidad de la policía marroquí. La saña con la que se emplean. Pero los
tropezones y puntapiés no se prolongan mucho tiempo. Pronto escuchan en el
descansillo de la escalera cómo los cuerpos son brutalmente empujados hacia
abajo. Cómo se alejan. Cómo se difuminan en la distancia.
Y luego, el silencio…
Hassan y María
continúan abrazados cuando regresa la calma. Los dedos de ella aferrados con
tanta fuerza a los brazos de Hassan que dejarán su silueta grabada en ellos durante
horas. Un recuerdo amoratado de sus nervios. Pero María se concentra. Hace un
esfuerzo para soltar su presa. Sin embargo, cuando mira a Hassan encuentra una
mirada torva que no reconoce.
—Cariño —le susurra,
le acaricia, le besa—, cariño…
Pero Hassan no
reacciona. Continúa mirando a la nada, su gesto desencajado e iracundo a mil
kilómetros de distancia de allí. Yermo como el desierto. Más oscuro que el universo.
María no sabe cómo llegar hasta él, tan profundo ha descendido.
—Cariño —se limita
a repetir como un mantra, como una letanía—, cariño…
Le besa los ojos,
la frente, la garganta. Anegándole de desesperación, sus lágrimas resbalando
por ese inescrutable gesto de cemento, descendiendo por ese rostro impertérrito
y desconocido. Pero Hassan no reacciona, su enajenado gesto catatónico
transmitiendo la misma ausencia de vida. Entonces María tira de su pelo,
agarrándose con fuerza a él, zarandeándole furiosamente. Y solloza con
vehemencia, sus gemidos tejiendo una inextricable madeja de desamparo.
—No me dejes, por
favor, cariño, no me dejes —jadeando de ansiedad y rabia, ahogándose de
tristeza y soledad—, vuelve, por favor, no me dejes…
Entonces, con un
tremor, escucha unas palabras:
—La violencia —hierático
y débil, consigue Hassan hablar por fin— es el miedo a los ideales de los
demás…
Y María escucha su
voz, y entre hipidos consigue sonreír, y le abraza, y le besa los párpados, y
estalla de risa y felicidad, enrocada en una cascabeleante risa con la que
llora profundamente…
IV.
Se difumina la
noche saharaui. Con cierto aire furtivo. En silencio. El idioma del miedo.
—Buenos días,
María —musita Hassan.
Otro día comienza
en Al Aaiún. Otra alborada ahíta de polvo, caminos y sudor. Siempre fútil.
Siempre triste.
—Buenos días —se
despereza ella.
Como un milagro, amanece.
Aguantan. Están juntos. ¿Qué otra maldita cosa podrían hacer?
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Este
relato obtuvo el 2º premio en el XXIV Concurso de Cuentos "Valle de
Gordexola" convocado por el Ayuntamiento de Gordexola en el año 2012.
http://www.gordexola.net/es-ES/Noticias/2012/GORDEXOLA%20HARANA%20SARIA%20XXIV%20IPUIN%20LEHIAKETA-.pdf
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