Donde los caimanes






Los hombres. Hay que amar a los hombres. Los hombres son admirables. Tengo ganas de vomitar. Y de pronto ahí está: la Náusea.
—La Náusea, Jean-Paul Sartre—


¿Es imaginable un ciudadano
que no posea un alma de asesino?
—Ciorán—





Ese resquicio tuyo de maldad:
el iracundo ciego,
el receptáculo intemporal del asco,
el reverso oscuro de un anverso con poca luz.
El sociópata tan lleno de desprecio
—incluso, en ocasiones, auto-desprecio—,
proyectando a diario magnicidios
que en su cobardía nunca llevará a cabo.
Allí en el intersticio perverso,
en la arista violenta de tu personalidad,
en el lugar donde habitan demonios
que sin voz no cesan de gritar.
En la mazmorra más profunda,
bien enterrado y, sin embargo, vivo:
el sentimiento zombi de superioridad
(¿de qué? ¿con respecto a qué?).
Bajo las paredes tapizadas de cucarachas
ahítas de ansiedad por su insignificancia,
insectos de áspero tacto familiar.
Entre las heces de tus bondades (¡pffh!),
en ese lugar que no debe ser nombrado
—que no existe, señor juez, ¡se lo juro!—,
pero se respira un insoportable olor a fiemo,
una densa y podrida atmósfera
irrespirable,
inhabitable.


Donde los cadáveres de naufragios

Donde los caimanes.



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